lunes, 28 de marzo de 2011

El Corazón De Celia



- "La señorita Celia no quiere recibirte..."

Ella sabía que Kiko se iba de allí con una pena grande royéndole las entrañas, pero era lógico que las cosas sucedieran de ese modo... "pues el hijo de un guarda no puede ni debe andar por la vida enamoriscado de la hija de los amos".

Lo conocía bien, claro que lo conocía bien; cómo no habría de conocerlo si fue ella misma quien, casi 20 años atrás, con sus propias manos ayudó a su madre, a traerlo al mundo. Fue aquel día un día grande en la casa de los guardeses de la finca, y hasta lo celebraron ; pero, aparte de buena salud y un rincón de casa donde vivir, poco más tenía y poco más habría de darle la vida a aquel pobre zagal nacido en una cuna pobre y en un humilde cuarto que ni siquiera pertenecía a sus padres, los guardeses de la finca de Don Alvaro de Blazquez-Cánchon dueño de media comarca.
Pocos meses después que él  nació la señorita Celia.

Pero la señorita Celia, a diferencia de Kiko, nació en cuna de encajes y en lujoso dormitorio del palacete propiedad de sus padres. Y no hubo sólo un día grande para celebrar su nacimiento, sino toda una semana de fiestas y jolgorios.

Lo único que, la señorita Celia siempre fue una niña con una salud casi tan escasa como la de su madre, Doña Francisca, que era muy buena mujer, muy bondadosa, pero tan delicada, que ni siquiera pudo amamantarla cuando nació. Hubieron de ser los robustos pechos de Cristeta quienes, quitados de la boca de Kiko, amamantaron a aquella niña rubita hija de los amos.

Y crecieron juntos.

Y juntos vieron desfilar los días gratos de la niñez y esos días en que todo es rosa y los ojos muestran los más recónditos rincones del alma, esos días hechos del color del cielo, en que las flores y los pajarillos y las estrellas sólo son juguetes hechos y dispuestos para construir sueños de infantiles mentes, ilusiones y fantasías de corazones aún vírgenes de las otras cosas de la vida...

Y juntos, más tarde, cuando la niñez fue quedando atrás y los cuerpos crecieron, los doce, los trece, los catorce años se les fueron anudando al corazón, descubrieron que eran hombre y mujer... Y, también entonces, descubrieron que eran seres distintos, que la misma vida que les había unido había puesto a sus pies la hondura terrible de un abismo insalvable...

Entonces fue cuando los labios olvidaron las sonrisas para dar paso a los suspiros, y los ojos se tornaron aún más brillantes con la luz amarga de las lágrimas.

La distancia y el tiempo, cuando la señorita Celia fue enviada a París a estudiar a un colegio privado, hicieron que ésta olvidara en buena medida a aquel joven con el que compartió la niñez. No así Kiko que, cada mañana después de que el cartero pasara, venía a buscarla a la casa con unas palabras, siempre las mismas, unas palabras cargadas de ansiedad y en las que se adivinaban todo lo que sentía por dentro:

-"Tata... ¿qué se sabe de la señorita Celia?

Y ella siempre lo mismo:

-Ya te dije que vendrá para Navidad... Pero, no seas loco, hombre, olvídate de ella... La señorita Celia no es de tu clase. Olvídala, olvídala...»

Para nada, al día siguiente:

- "Tata... ¿qué se sabe de la señorita Celia...?"

Una luz nueva brillaba en su cara cuando, allá por Navidad o por el verano, la señorita Celia aparecía a pasar las vacaciones en la finca.

Siempre lo veía solo, envuelto en soledades, rondando la casa y atento siempre a cumplir el menor deseo o capricho de su amor imposible. Horas y días enteros pasaba allá a las puertas de las caballerizas, aguardando a que una figura menuda y rubia asomara a la balaustrada de la casa y le dijera:

- "Kiko, mañana saldré a dar un paseo a caballo"

A la mañana siguiente, antes de que las primeras claras del día asomaran al patio de las cuadras, ya estaba preparada, ensillada, limpia y resplandeciente, la yegua alazana de la señorita Celia. Y cuando la señorita Celia salía a lomos de su yegua, sola, como siempre gustaba hacerlo, Kiko, por si acaso pudiera ocurrirle algún percance en su solitario paseo, corría tras ella por prados y caminos, ocultándose tras los árboles y matorrales para que ella nunca se percatara de su presencia.

De la misma manera, cuando la señorita Celia, acabadas las vacaciones, aquel pobre diablo desaparecía durante varios días sin que nadie supiera dónde y qué hacía, para reaparecer al cabo del tiempo, demacrado y llevando en los ojos todas las tristezas que le acarreaban sus sueños imposibles.

Pero todas aquellas excentricidades y tristezas se multiplicaron desde que se supo lo de la enfermedad de la señorita Celia...

El día que la vio aparecer en la ambulancia, y que la transportaron a sus habitaciones en una camilla, ese día no paró de dar vueltas, de maldecir, de llorar, de no dejarla tranquila hasta que le dijo todo lo que le pasaba a la señorita Celia.

Hubo de decirle toda la verdad:

- "... la señorita Celia andaba algo delicada del corazón y que había estado ingresada en un hospital de Madrid durante los últimos meses; que la habían operado y que necesitaba mucho reposo; que se encontraba bien, pero que quizás hubieran de operarla de nuevo si el aparato que le habían colocado no daba resultado"

Kiko sufrió mucho, mucho... incluso más que la vieja sesentona que los había ayudado a nacer.

Desde entonces, cada mañana: "Tata... ¿cómo está la señorita Celia?..." y al mediodía: "Tata... ¿cómo está la señorita Celia?..."; y por la noche: "Tata... ¿cómo está la señorita Celia?..."

El día que nos vio preparándolo todo para trasladarla de nuevo al hospital, después de enterarse de cuanto pasaba, de que la señorita Celia había empeorado y habrían de operarla de nuevo, no paró hasta obtener de una vieja sesentona el juramento de que, dentro de la gravedad, a la señorita Celia no habría de pasarle nada, y de que llamaría cada tarde a su madre para mantenerles informados de todo cuanto pasara allá en el hospital.

Así, a través su madre, se enteró de lo de la nueva operación, de que ésta tampoco daba los resultados que los médicos querían, y, por último, de lo del trasplante...

Los médicos habían dictaminado que la única solución para que la señorita Celia viviera era la de trasplantarle un nuevo corazón. Para ello había que estar a la expectativa de que hubiera un donante, y de que los órganos de éste fueran compatibles para que el corazón pudiera ser trasplantado al cuerpo de la señorita Celia. Y también se enteró de que los médicos habían dado un plazo...

Por eso no le extrañó que, aquella tarde, dos días antes de que expirara el tiempo que los médicos habían dado como factible para poder proceder a la operación de trasplante, Kiko se plantara allí en el hospital y le pidiera verla por última vez, pues se había enterado de que la gravedad de la señorita Celia era extrema y sabía que ya no tendría ocasión de volver a verla nunca...

Pero una vieja sesentona sabe que no está bien que el hijo de un guarda "ande enamoriscado de la hija de los amos..."

Y, aunque sabía bien que a la niña Celia, no sólo no le hubiera importado verlo , sino que incluso le hubiera gustado decirle que nunca olvidó a aquel Kiko con el que compartió años y sueños de juventud, ratos felices, ilusiones, y hasta los pechos de una misma madre, y que, guardaba por él el mismo cariño de siempre, para una vieja sesentona que comprende que la vida es como es, que sabe que las cosas imposibles son imposibles, y que no hay que darle más vueltas, lo mejor era decirle lo que le dije aquella tarde:

- "La señorita Celia no quiere recibirte..."

Y sabía que Kiko se iba de allí con una pena grande royéndole las entrañas.
Y lo conocía bien, claro que lo conocía bien y también sabía todo cuanto Kiko sentía por la niña Celia, todo...

Pero, aún así, aún conociéndolo como lo conocía, nunca hubiera sospechado que Kiko era capaz de ir más allá de donde van los hombres que aman, más allá de los sueños y de los sentimientos de las personas que aman.

No, no lo entendió bien cuando aquella tarde en el hospital le pidió verla por última vez, pues se había enterado de que la gravedad de la señorita Celia era extrema y sabía que ya no tendría ocasión de volver a verla nunca.

Claro que no lo entendió, claro que no supo entenderlo...

Comenzó a sospechar algo cuando, al rato de que Kiko se fuera de la sala con la cabeza baja y las tristezas amontonadas tras los ojos, uno de los médicos llegó diciendo que se preparaba todo para intervenir de urgencia a la señorita Celia.

Se acrecentaron sus sospechas cuando, mientras el personal del hospital procedía a trasladar a su niña Celia a los quirófanos y ella contemplaba llorosa la extrema lividez de su piel, una de las enfermeras vino a buscarla a requerimiento del médico jefe de la planta.

Se confirmaron sus sospechas cuando, tras ser informada de todo por el médico, entró a uno de los quirófanos para reconocer el cuerpo que yacía en la mesa de operaciones y contempló el cuerpo de un joven con la cabeza destrozada por un disparo.

Lo supo definitivamente cuando, tras serle entregada aquella carta, escrita por el joven y dirigida a su nombre, en la torpe caligrafía de Kiko descubrió que éste fue capaz de ir más allá de donde van los hombres que aman, más allá de los sueños y los sentimientos de las personas que aman.

La carta, unas pocas letras, torpes y escritas con renglones torcidos, decía:

"Tata, que como mi corazón siempre ha sido de ella, pues se lo doy para que se lo pongan dentro y se cure.

Tú sabes que a mí nunca me ha servido para otra cosa que para sufrir esta maldita suerte que me dio la vida. Por eso, con quitármela, no hago otra cosa que conseguir lo que siempre soñé, lo de vivir junto a ella, dentro de ella, y ya para siempre.

Ya ves que los sueños imposibles no siempre son imposibles. Dile a mis viejos que no sufran, y tú tampoco, y a ella no le digas nada de esto, pues, aunque este corazón, que ahora será el suyo, está bien acostumbrado a sufrir, hora es de que ni ella ni yo suframos más.

Cuando se cure, mírala y verás que yo estoy dentro de ella, de la misma forma que ella siempre estuvo dentro de mí.







Un fuerte beso de tu niño. Kiko."

No hay comentarios:

Publicar un comentario